Cronicas Viajeras

Cuando la ausencia se hizo presente en Epecuén

Villa Epecuen

Pablo Novack, el cordial anciano que nos dio la bienvenida al pueblo, es el único habitante humano que queda en Villa Epecuén, un centro turístico y termal que fuera esplendor en los años ‘50 y ‘60, pero que a partir de los años ‘70 comenzara su debacle, debido a la ausencia de agua en la laguna, hecho que motivó que los gobernantes de aquel momento, decidieran la construcción del Canal Florentino Ameghino para proveer permanentemente agua desde otras lagunas vecinas, a fin de mantener el esplendor de sus hoteles termales.

Pablo Novack

En este pueblo fundado el 23 de enero de 1921 al sudoeste de la Provincia de Buenos Aires, confluían 3 líneas ferroviarias que lo conectaban con casi todos los puntos cardinales de la provincia y que en sus mejores tiempos, era el principal destino turístico del país para todos aquellos que requerían algún tipo de tratamiento natural que aliviara sus dolencias de reuma, artritis, artrosis, psoriasis y diversas enfermedades de la piel, gracias a la altísima condensación de minerales, en conjunto con la gran salinidad de sus aguas, comparables únicamente con las del Mar Muerto.

“Estas playas que hoy se ven deshabitadas, supieron traer 25.000 almas por temporada,  unos años venían más, otros menos, dependía mucho del nivel de la laguna, los turistas llamaban antes de venir para estas zonas y si había agua para sus tratamientos termales viajaban, si no, se iban a otras zonas del país”, nos cuenta Don Pablo.

Así pasaron los años en la Villa hasta la madrugada del 10 de noviembre de 1985 en la que el agudo sonar de las sirenas de los bomberos dio aviso a la población de que algo malo estaba ocurriendo. No era para menos, el lado Este del terraplén que inútilmente habían decidido construir para tratar de contener el agua colapsó generando, por la diferencia de alturas entre uno y otro lado del mismo, una especie de tsunami de agua salada que a un ritmo vertiginoso invadió sus calles y casas obligándolos a evacuar su pueblo en pocas horas hacia zonas más seguras.

Las crónicas de la época destacan que milagrosamente en aquella fatídica madrugada no se produjeron víctimas fatales, seguramente porque todos los vecinos esperaban más tarde o más temprano semejante inundación.

La mayoría de los pobladores de la antigua Villa Epecuén decidieron mudarse a la vecina localidad de Carhué, sita a solo 12 km de distancia, que fue el primer lugar que les ofreció contención frente a los embates de la naturaleza.

“Todos decían que el agua iba a bajar en pocos meses, que era cuestión de que pasen las tormentas y con el sol se iba a empezar a evaporar el agua que invadió el pueblo, pero yo sabía que eso no iba a pasar” continúa relatando el solitario testigo de los hechos.

Un año más tarde de aquella nefasta noche, el pueblo yacía bajo 4 metros de agua que continuó subiendo incansablemente a razón de 50 centímetros por año, llegando a su nivel máximo de 10 metros en 1993. Así se mantuvo por casi dos décadas hasta que de a poco, el agua dejó de ingresar y la que estaba se fue evaporando para dejarle espacio a la desolación.

En la actualidad, mientras transitamos lo que queda de sus destruidas calles, observamos que ni las playas, ni las casas, ni los hoteles, ni los árboles se habían salvado del desastre. Luego de tantas décadas de inundación, al bajar las aguas, queda en evidencia la erosión que causa semejante salinidad a través del tiempo. Los fantasmagóricos árboles, los muros hechos escombros, las intransitables calles y casi todos los rincones del abandonado pueblo se uniforman con un solo color, el blanco de la sal.

Aquellas presencias de vida, de juventud, de color y de ilusión por tener temporadas exitosas, solo dejaron lugar a las ausencias que sistemáticamente se hacen presentes en todo el relato de Don Pablo: “acá estaba la escuela”, “allá vivía mi padre”, “ahí enfrente estaba el matadero”, “mi hermana trabajaba en…”, solo ausencias.

A casi cuarenta años del horror ya no hay vida en esa villa, la juventud actual ni sabe de su historia ni de su ubicación. La ilusión, solo está en la mente del único habitante que la recorre a diario, aunque en la nuestra, tan solo nos queda la sensación de que muy pronto llegará el día en que él también esté definitivamente ausente de su lugar en el mundo, dejándonos a modo de presente, su propia estatua de sal.

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